Hace pocos años, unos arqueólogos descubrieron la piscina de Betesda, de la que había noticias, pero no evidencias. Una vez más, la ciencia nos permite corroborar que los evangelios no son mero relato teológico: contienen muchos detalles históricos y geográficos que nos sitúan en unos hechos que realmente sucedieron.
Uno de ellos es esta bella escena de la curación de un paralítico: no se debió el milagro a meterse en la piscina, sino porque la fuente de agua viva, que es Cristo mismo, se acercó a ese pobre enfermo.
El agua es símbolo de vida, opuesta al desierto de la muerte. En el relato de la creación, en el Génesis, este líquido elemento es fundamental, al igual que la luz. Son símbolos que, llevados al plano sobrenatural, nos sirven para describir la naturaleza divina a través de imágenes muy plásticas. Cristo mismo utiliza ese lenguaje simbólico para describirse a sí mismo: es agua, luz, vida, camino, pastor, vid… Sobre todo, este recurso al simbolismo lo encontramos en el evangelio de San Juan.
El profeta Ezequiel trae a colación también el simbolismo del agua cuando describe de modo profético el templo de la nueva Jerusalén, es decir, el nuevo Reino de Dios. El agua es vida: «Todo ser viviente que se agita, allí donde desemboque la corriente, tendrá vida».
Nosotros participamos ya en ese torrente de vida: somos sumergidos en sus aguas vivificadoras en el sacramento del bautismo, la fuente de agua viva que nos comunica la vida divina, nos hace hijos de Dios, nos lava del pecado, nos introduce en la comunión de la Iglesia.
Todos los domingos, la Iglesia renueva la profesión de la fe que se hizo en el bautismo: el Credo que rezamos los domingos y solemnidades vuelven sumergirnos en las promesas bautismales mediante las cuales Cristo mismo sigue vivificando nuestra existencia.
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