La manera de desplazarnos habla mucho de nosotros mismos. A los que hacen su viaje puntual en crucero, se los denomina turistas, gentes que aparcan, echan un vistazo, y su tiempo de descuento se pone en marcha para visitar, con la lengua fuera, allí donde lleguen. Los italianos los denominan gente de mangare e fugire, es decir, de comer y largarse. Por eso, cuando el turista vuelve a casa tiene una ensalada de recuerdos en la cabeza de la que no sabe por dónde empezar. El viajero es otra cosa, además de la maleta lleva consigo el tiempo, el compañero más valioso de su estancia. Es capaz de hacerse con la gastronomía de la zona, chapurrea con los oriundos, lee novelas en marcos inolvidables, es capaz de ver una puesta de sol en Malta sin que el crucero le esté atronando desde lejos, gritándole que en un cuarto de hora tiene que embarcar.
Hemos visto a Donald Trump en carroza recorriéndose las calles de Londres, Bueno es cosa de mandatarios. Dime cómo te mueves y te diré quién eres. Echemos un vistazo al Evangelio de hoy, porque es el ejemplo vivo de cómo se movía el Señor por Palestina. Visto de lejos, era todo un número. Menuda cuadrilla, que diría aquel. Doce analfabetos que sólo sabían de pesca, una ex prostituta, la mujer de un administrador de Herodes (es decir, una mujer sospechosa de ingratitud a su propio pueblo) y un par de ricachonas que ponían sus tierras y su dinero para facilitarle al Señor los desplazamientos. Es así, es la Palabra De Dios de hoy. Al Señor le gustaba no sólo la compañía de los hombres, sino de cualquier hombre, ni su condición social ni su ubicación pública impedían su intimidad. He leído recientemente, que los miembros de la Misiones pedagógicas en la España de mediados de siglo XX, seguían el principio de llevar a los mejores profesores a los pueblos más abandonados. Al Señor no le interesaban las clases sociales. Qué murga nos dio la teología de la liberación en los ochenta, madre del amor hermoso: que si Jesús era el Jesús de los pobres, el revolucionario, fusil en mano, cuya misión era desalojar a los potentados de sus tronos. El Señor no mide los dineros, mide el corazón. Sabe que el dinero puede embotar las ganas de poner a Dios en el centro de la propia vida, y así nos lo hizo saber muchas veces, pero no era un partidario de políticas sociales. Eso se lo dejaba a las decisiones de los hombres.
El Señor se movía andando, como caminan los que aprovechan cuánto ven. No tenía prisa por llegar, sino por mirarlo todo, por encontrarse con todos. De todo cuanto veía sacaba parábolas, a todos cuantos se encontraba les dejaba migajas de milagros o las ganas de un seguimiento personal. El Señor era sólo el portador de la pasión por el ser humano. Sólo quería que la gente se diera de cuenta de cuánto amaba Dios al hombre. Que se dejaran hacer por El. Quería cambiar la inercia de la religiosidad primitiva del hombre: ofrecer su sufrimiento para redimirse, garantizarse la vida eterna con sus actos, hacer de Dios un negociador de sus intereses, con quien hacer trueques contra reembolso. Quería meter en la cabeza de sus oyentes que el Cielo no es destino de sus gestiones, de su planificación, de su organización. No, sólo el fruto un encuentro con ese viandante que sólo con su gracia puede poner todo patas arriba.
Por eso el Señor utilizaba el sencillo medio de transporte de echar a andar, para ir despacio y dejarse interrumpir. ¿Y si aprendiéramos una pizca de ese nuevo modo de movernos?
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